El viento llegaba del este aquella noche.
Era menos gélido que el del norte pero también frío, y hacía que los
clarines que anunciaban el cambio de guardia sonasen lejanos y apagados. Eran
muchos los muros que mediaban entre el patio de armas y aquella esquina de la
muralla en la que ella se encontraba. Una esquina que el viento azotaba con
especial crudeza.
Arianne se arrebujó más en su capa y dejó que el cálido contacto del
armiño acariciase su cuello. Habría sido estúpido decir que no sentía frío.
Acababa de comenzar el otoño, pero en aquel árido valle rodeado de montañas, el
invierno llegaba antes de que hubiese dado tiempo a saborear ese breve tiempo
de tregua.
Lo cierto era que el frío no la incomodaba demasiado. Arianne estaba más
que acostumbrada a él. En el castillo los muros y el mismo suelo eran de
piedra, y las estancias no entraban jamás en calor por mucha leña que se echase
a las chimeneas. El frío formaba parte de ella desde que tenía constancia en la
memoria.
Y en todo caso, que el invierno llegase puntual año tras año era algo que
no dependía de Arianne y que por mucho que odiase no podía solucionar. No, no
era el invierno lo que la desvelaba aquella noche, o al menos no solo eso. Si
solo fuera el invierno…
El viento traía también otras voces. Clamores de guerra y entrechocar de
espadas. Se levantaba como un rumor sordo pero creciente y barría el reino a su
paso, desde las desiertas llanuras heladas de Langensjeen hasta las cálidas
playas de Tiblisi, allá lejos en el sur.
Era de aquella región, de la que apenas sabía lo que contaban las canciones
de los juglares, de donde provenía la rama materna de su familia, aunque su
madre había nacido y se había criado en el oeste, en la corte. Quizá Arianne
había heredado de ella esa desacostumbrada sensibilidad a las bajas
temperaturas a la que los naturales de Svatge estaban más que habituados. Fuera
o no esa la causa, Arianne lo soportaba tan estoicamente como el que más, y
aquel violento vendaval no le molestaba más de lo que las primeras nevadas, ya
muy cercanas, habrían molestado a los lobos que ese invierno, como todos los
otros inviernos, saldrían de los bosques para merodear por granjas y villas en
busca de un alimento que escaseaba para todos. Al menos para todos los que no
gozaban del amparo del castillo.
Los lobos, el hambre y el frío… Como si esos no fuesen ya suficientes
males para que encima los orgullosos y necios caballeros se enfrentasen sin
tregua entre ellos y arrastrasen a la desdicha a tantos otros tras de sí.
Aldeas arrasadas, campos de cultivos quemados, pequeñas ciudades y villas
tomadas a sangre y fuego, solo por la absurda codicia y el afán de saqueo y
poder de unos pocos, con frecuencia vilmente justificado por antiguas
rivalidades que no hacían más que crecer con cada enfrentamiento.
Lo cierto era que Svatge no tenía motivos para preocuparse por los
saqueadores. No era un valle fértil y generoso. En sus barrancos solo crecían
abetos y alisales. Más arriba, en el norte, la tierra era dura también y el
invierno aun más largo, pero bajo sus montañas estaban las minas.
Minas y minas, montañas enteras forjadas en plata. Tanta, que se decía
que los señores de aquellas tierras tenían palacios enteros construidos en ese
metal. No, allí no había plata, ni las tierras eran amables y provechosas como
en el sur. Lo único de valor que Svatge realmente poseía era el paso.
Así había sido siempre. El castillo de Svatge custodiaba el único paso en
muchas largas millas sobre el Taihne, un río caudaloso, profundo y traicionero
que dividía el reino de Ilithya en dos. Era el camino más corto para llegar a
Ilithe, si es que algún asunto te requería en la corte, a no ser que tuvieses
un barco a tu disposición y arribases por mar, o te aventurases a afrontar los
remolinos del Taihne en barcaza, o estuvieses dispuesto a cabalgar largas
semanas a través de estrechos senderos de montaña. En cualquier caso, ninguna
de esas alternativas eran las más adecuadas para un acompañamiento numeroso,
así que si algún señor deseaba hacer una demanda al rey y para eso se hacía
acompañar de unos cuantos de sus vasallos armados, antes tenía que contar con
el beneplácito de los Weiner. Y es que Svatge no era otra cosa que un fortín
militar, una última línea de defensa siempre leal al rey, porque del rey y del
reino venían todas las cosas buenas de las que Svatge disfrutaba. La cerveza
caliente, la carne de los bueyes criados en los pastos de la llanura, el trigo
con el que se hacía el pan y la lana con que se hilaba, las cuentas de colores
que adornaban los cuellos de las muchachas y las espadas que colgaban del cinto
de los soldados. Svatge dependía de Ilithe e Ilithe favorecía a Svatge, era un
buen acuerdo para ambos y los Weiner siempre lo habían respetado. Incluso
cuando las casas reinantes mudaron, la lealtad de los Weiner siguió estando
asegurada, porque su juramento los vinculaba a la corona y no a la casa que por
uno u otro capricho del destino ocupase el trono en ese momento.
Precisamente en los últimos años habían sido cada vez más numerosas las
voces que afirmaban que el rey Theodor no era el más indicado para los tiempos
que corrían. Indiferente, taciturno, apático y enfermizo, apenas salía de sus
habitaciones de palacio y tampoco consentía que nadie le molestase. No era la
mejor política cuando todo el reino se revolvía como una fiera enjaulada.
Por supuesto, el rey Theodor y sus problemas no turbaban lo más mínimo a
Arianne, y no era eso tampoco lo que le quitaba el sueño.
Oyó que alguien se acercaba y se apresuró a ocultarse en uno de los
recovecos de la muralla confiando en pasar desapercibida. Enseguida reconoció a
los hombres. Uno de ellos era Harald, el capitán de la guardia; el otro, uno
más de entre los muchos que servían en el castillo.
Pasaban de largo cuando un golpe de aire se enredó en su capa inflándola
y produjo un ruido sordo al sacudirla. Harald se detuvo y miró atrás. Nada
parecía distinto y pocos habrían dado más importancia a ese inofensivo sonido;
en cambio, él conocía bien su significado.
—Continúa tú la ronda, Gustav. Acabo de recordar que he olvidado algo
abajo.
El hombre obedeció y Arianne ya no se molestó en ocultarse. Era inútil
tratar de engañar a Harald.
Fue directo hacia ella y se cruzó de brazos con aspecto severo.
—¡Lady Arianne! ¿Cuántas veces he de deciros que el día que menos lo
esperéis acabaréis atravesada por una ballesta si persistís en rondar de noche
por la muralla como si fueseis un alma condenada?
—Tus hombres son tan capaces de acertarme a mí como lo serían si se
cruzasen con un aparecido, Harald —aseguró Arianne con una sonrisa de
suficiencia.
—No bromeéis con esto, señora —gruñó molesto—. No sois ya ninguna
chiquilla. Creía que ya no hacíais estas cosas, pero si no cejáis en estos
despropósitos me veré obligado a informar a vuestro padre.
Harald hablaba en serio. El veterano capitán conocía a Arianne desde niña
y había ocultado muchas veces sus travesuras y escapadas, pero también la había
puesto en evidencia cuando sus hazañas habían traspasado el umbral de lo que
Harald consideraba más que razonable. No quería humillarla ante su padre, pero
tampoco se arriesgaría a que cualquier idiota con más miedo que sentido común
en la cabeza le disparase una flecha si veía un bulto que se escurría con agilidad
entre las sombras.
Arianne suavizó su voz y adoptó un convincente tono arrepentido que, como
tenía más que comprobado, daba excelentes resultados con Harald.
—No será necesario, Harald. Te lo aseguro. Era solo que llevaba muchas
horas despierta y pensaba que ya estaría amaneciendo. Solo pretendía ver el
alba.
Harald se acercó al muro de piedra y le preguntó refunfuñando:
—¿El alba decís? ¿Y a qué tanto interés por ver el alba?
Arianne se encogió de hombros y miró hacia el horizonte.
—Es solo que así sabría que por fin había terminado la noche.
Harald la observó con simpatía. Pese a los malos ratos que le había hecho
pasar y a lo poco ortodoxo de su comportamiento, siempre había apreciado a
Arianne. Un aprecio no compartido por muchos en aquel castillo. La hija menor
de sir Roger Weiner tenía fama de arisca, testaruda, impetuosa y, en general,
poco dada a respetar las formas que, por un lado su rango y por otro su
condición femenina, imponían sobre su comportamiento.
El capitán no era hombre de muchas palabras y sabía que Arianne tampoco
lo era, por eso se limitó a acompañarla en silencio mientras los dos esperaban
a que clarease. Arianne apreciaba la soledad, pero Harald y su respetuosa y
callada distancia apenas representaban una diferencia. Al cabo de un buen rato
ella rompió el silencio.
—Esos caballeros que llegarán hoy…
Arianne se interrumpió. Harald dio un paso al frente bajando
respetuosamente la cabeza y le preguntó con atenta cortesía:
—¿Sí, señora?
—¿Los conoces?
—Por supuesto, señora. Son sir Willen Frayinn, sir Friedrich Rhine y sir
Bernard de Brugge, acompañados de su séquito. El castillo va a estar muy
alborotado estos días —auguró Harald mesándose las barbas con preocupación.
—No son muy nombrados… —aventuró Arianne, aunque los caballeros y sus
bárbaras proezas le traían tan sin cuidado como las aventuras de taberna de las
que sus hermanos se jactaban a voz en grito.
—No, no lo son. Pertenecen a pequeños señoríos de Bergen, pero son nobles
y leales caballeros —aseguró Harald con rapidez.
Arianne suspiró y pareció perder interés por la conversación. Harald dudó
sobre si debía o no proseguir, al fin y al cabo ella era la hija de su señor y
él solo un viejo soldado que nunca había tenido esposa ni hijos, pero también
Arianne se había criado prácticamente sola en aquel castillo.
Su madre había muerto al darle a luz y su padre la había ignorado, más
atento a la crianza de sus dos hijos varones, tan fuertes y ásperos como él,
que a las necesidades de aquella niña independiente y asilvestrada que era la
desesperación de sus ayas y que, conforme fue creciendo, fue aumentando a la
par que su belleza, su parecido físico con la desaparecida lady Dianne. Sin
embargo, eso no hizo aumentar la simpatía de su padre hacia ella, antes al
contrario.
Durante toda su infancia el señor de Svatge había dedicado más mimos y
mostrado más interés por sus perros de caza que por aquella pequeña
desharrapada y siempre sucia, que andaba por el castillo como cualquier otro de
los chiquillos que jugueteaban sin control alguno por los patios. Esto era,
hasta cierto punto, normal. Pocos eran los hombres que prestaban atención a sus
hijas hasta que llegaba la hora de concertar su matrimonio, salvo que cualquier
otro padre difícilmente habría consentido que su hija campase a sus anchas por
donde le viniese en gana. Hasta ese extremo llegaba el desinterés de sir Roger
por ella.
Pero cuando Arianne creció y se hizo aún más huidiza y más huraña, y a la
vez más hermosa y más decidida, su padre reparó en ella bruscamente, y decidió
que el tiempo de los juegos había acabado. Y así la vida de Arianne comenzó a
ser muy parecida a la de una reclusa con una libertad estrechamente vigilada.
Por eso era apenas de noche, cuando difícilmente podía ser vista y acusada,
cuando Arianne recuperaba un dominio que siempre le había pertenecido. Las
almenas y las torres hacía tiempo abandonadas del este, las escaleras que
terminaban abruptamente y no conducían a ninguna parte, los rincones que
servían de refugio a los cuervos y en los que bien habría podido pasar días
enteros antes de que a nadie se le hubiese ocurrido buscarla allí.
Harald sabía todo eso y sufría por ella, y pensaba que, quizá, Arianne
habría sido más feliz si hubiese sido la humilde hija de una lavandera que la
menor de los descendientes de sir Roger Weiner, y eso no era culpa de ella en
absoluto.
Observó su rostro taciturno e intentó animarla un poco.
—No son tan malos como podría pensarse, señora. Es cierto que no forman
parte de la antigua nobleza, pero el señorío de Frayinn disfruta de gran
prosperidad gracias al comercio con las caravanas orientales, y los antepasados
de sir Friedrich ayudaron al rey Roderick a recuperar el trono y gozan de
privilegio real. No tienen que agachar la cabeza frente a ningún otro, salvo el
rey —dijo Harald como si esto constituyese una gran ventaja—, y sir Bernard…
—se detuvo pensativo intentando encontrar algo positivo que decir de sir
Bernard que no era más que otro de los hijos menores de algún señor de rango
menos que ínfimo—, sir Bernard es un muy gentil caballero, según he oído decir
—recordó satisfecho—. Creo que hasta algún juglar compuso un canto en su honor.
Arianne contestó con una voz más fría que la del viento del norte.
—Si pretendes con eso inclinarme hacia ellos estás perdiendo el tiempo,
Harald. No pienso desposarme ni con estos ni con ningún otro de los caballeros
que mi padre decida hacer venir desde cualquier rincón olvidado del reino.
—No son rincones tan olvidados —protestó Harald tratando de defenderlos,
aunque sabía tan bien como ella que provenían de regiones que muchos tachaban
de bárbaras—, sir Friedrich Rhine…
—¡Aunque fuesen hermanos carnales del propio rey y tuviesen un palacio en
la mismísima Ilithe seguiría sin querer casarme con ellos! —replicó Arianne
antes de que él tuviese tiempo de terminar.
Harald trató de hacerla entrar en razón.
—Señora…
—No quiero seguir esta conversación, Harald. ¿Podrías callar si no eres
capaz de hablar de otra cosa?
—Sí, señora, como gustéis.
El capitán se encerró en un mutismo del que ahora le pesaba haber salido,
que le aspasen si la entendía. Era testaruda y era orgullosa, pero cualquier
aldeano le habría dicho que su obligación era obedecer los deseos de su padre,
y que ella tendría que acatarlos como todas las demás, por las buenas o por las
malas, y si sabía lo que le convenía sería mejor que lo hiciese por las buenas.
El vendaval arreció y Arianne trató otra vez de protegerse con la capa
que el viento agitaba en todas las direcciones. Poco a poco el cielo se había
ido volviendo gris y una claridad pálida otorgaba cierto aire irreal al
castillo.
—Ya está amaneciendo, señora.
Era algo que Arianne podía notar por sí misma, pero también era una
advertencia para que volviese sin más tardanza a su cuarto.
—Pero aún no ha salido el sol…
Arianne casi imploraba, olvidando su anterior dureza, y parecía rogar que
la dejasen quedarse allí un poco más, igual que habría hecho una niña que
desease tan solo continuar con sus juegos, pero fue Harald esa vez quien
contestó rudamente.
—Hoy no saldrá el sol, señora. El tiempo está cambiando. Pronto llegará
el invierno. ¿No veis esas nubes? Son negras y feas. Viene una tempestad. —Así
era. Las densas y espesas nubes que cubrían el horizonte no parecían presagiar
nada bueno—. Si me disculpáis, tengo obligaciones que atender. ¿Queréis que os
escolte hasta vuestro cuarto?
Ella le miró una vez más, suplicante, y el viejo capitán cedió a
regañadientes.
—¡Está bien! ¡Quedaos aquí helándoos de frío, pero no digáis que no os he
avisado!
—Me has avisado y lo estimo en lo que vale, Harald.
El capitán sacudió la cabeza ante ese gesto dulce y esa mirada amable y
se marchó antes de que aquella doncella volviese a demostrar que podía
conseguir cuanto se le antojara de él. Aunque en verdad eso no pesaba demasiado
en el ánimo de Harald. Podrían decir lo que quisieran de Arianne, y no eran
pocas las maledicencias que corrían acerca de ella, pero él la conocía mejor
que muchos y sabía que su alma era noble y generosa, y eso era más de lo que
podía decirse de otros.
Arianne le siguió con la vista hasta que desapareció entre los requiebros
de la muralla y después volvió el rostro hacia el este. De allí era de donde
venían las oscuras nubes de tormenta y de donde pronto llegarían también los
caballeros.
Tenía razón Harald, pensó Arianne con tristeza. Se avecinaba una
tempestad.
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